viernes, 4 de septiembre de 2015

Volver

Una de las cualidades de aprender a viajar es saber reconocer lo que te conviene. La capacidad de haberse conocido a uno mismo muestra perplejo el deseo o la aflicción a saber que es lo correcto o lo deseable en cada momento. 

Madrid siempre fue una etapa con fin. Delimitada quizás antes de estrenarse. Si bien el origen era abierto y confiable a una nueva etapa de descubrimiento, es cierto que los límites siempre fueron marcados por lo imprevisible. Cualquier oportunidad iba a ser aprovechada ante el colosal poder de una ciudad que no deja nada que desear, pero que más allá de eso nunca fue mía. Madrid fue una larga noche de diversión. Una noche que sólo podría ser rota o cautivada por la mujer que más deseaba, la ciudad de Barcelona.

Llegó la oportunidad y con ello el ansia de deseo. Hace ahora casi dos años inauguré una etapa nueva en mi ser con la finalidad de lograr sentirme uno más entre los míos sin rebajarme a las leyes de la mediocridad capitalista.

Vuelvo a casa con un empleo que se volvió, sin quererlo una profesión. Quizá mi única profesión laboral —al menos, a ojos de los demás— en lo que llevo de recorrido vital. Culmina un viaje costoso, con muchas alegrías pero también con más penas de las deseadas. 

Vuelvo a casa por mí, por mi familia que adoro y deseo tener a mi lado, por mis amigos y conocidos, porque las etapas sólo se viven cuando tocan y por eso, y nada más que por eso, hay que disfrutarlas. Me doy mi más sincera bienvenida al lugar donde pertenezco. Un lugar que sólo aprendí a valorar estando lejos. Claro que no es mi último paso. Decir que se cierran etapas no significa otra cosa que decir que se abren otras de nuevas. Si total, de eso de trata la vida.