lunes, 16 de mayo de 2011

Los borrachos del tablón

Coincidiendo con la proclamación del FC Barcelona como campeón de Liga, hablemos de fútbol. El opio del pueblo para unos, una pasión irracionalmente incontrolable para otros. 

Si nos paramos a observar un partido de fútbol desde una perspectiva objetiva y sin pasión, podemos desenmascarar lo irracional que puede llegar a ser. Bloques de once jugadores enfundados en diferentes camisetas provocan comportamientos y actitudes que sobresalen de las conductas del hombre como ser racional. Bajo el legado que la pasión despierta, los más reacios se oponen al incalculable flujo de dinero que se mueve alrededor del deporte rey o la permisibilidad de ciertas actitudes agresivas o violentas. Odiar a alguien por vestir de blanco, gritar hasta la saciedad o enfrentarse a las fuerzas del orden podrían ser ejemplos válidos. 

Pero el fútbol también hace amigos, entretiene y, visto por otro lado, dinamiza la economía. El error no es el fútbol, sino caer el fanatismo extremo. No son pocas las desgracias generadas por fanatismos no relacionados con el mundo del deporte. El fútbol es necesario. Sin el fútbol patear un bote no tendría sentido, youtube tendría el 35% de videos menos y Özil sería el sujeto menos afortunado del mundo: feo y sin dinero. Sólo por el bien de Özil, el fútbol es necesario. 

El pasado fin de semana fui a El Monumental, actual estadio de River Plate. Fue un espectáculo impresionante, de gallina de piel. Ciertos rituales se convocan antes del partido para acabar en una abrumadora fiesta de noventa minutos sin pausa de gente entregada a un equipo franjirrojo lamentable. 

Llegan los borrachos del tablón 
llegó la hinchada 
esa hinchada que grita y alienta sin parar 
vamos River, vamos a ganar...(bis) 

No fui nunca seguidor de River, pero su afición no tiene desperdicio. El vídeo se grabó en el minuto 60 cuando River Plate perdía 0-1 contra All Boys, en plena lucha por no meterse en puestos de descenso.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Ciudades

Ir de ciudad en ciudad acaba por matar la inspiración. Llevo algo más de quince días entre ciudades grandes y —paradójicamente— yo, una persona criada en una ciudad como Barcelona, hecho de menos la naturaleza libre de la contención de cemento que supone las grandes masas ciudadanas. 

En las grandes ciudades, no hay nada dejado de la improvisación. Pese a haber más habitantes por metro cuadrado, las cosas suceden bajo parámetros muy marcados. La gente trabaja o estudia; sino mendiga, roba o duerme en las calles. Los autobuses y subterráneos se llenan, el centro revienta a pleno rendimiento. Rendimiento insustancial, una maquinaría apaciblemente perfecta. Nada se deja sujeto a la improvisación, todo bajo control. 

Buenos Aires roza el súmmum de la pérdida de lo natural, de la transformación urbana. Una megalópolis con un área metropolitana que alberga a 12.701.364 almas errantes. Para establecer una comparativa, la población de la región de Barcelona es de 5.012.961 habitantes. ¡Y aún nos quejamos del tráfico para entrar a Barcelona!



















Nada que ver.